Sangre del primer encuentro.

Publicado en por joel.vello.landin

El gran reloj de la iglesia marcaba las 6:15 PM. Solo se escuchaba el tintinear de algunas gotas de lluvia que aún rodaban por los tejados, hasta morir en la pavimento. Mientras anochecía, la ciudad se iba envolviendo en un silencio que espantaba. Allá a lo lejos, al final de la calle, un coche se dejaba ver, una carroza que avanzaba lentamente como disimulando su presencia entre tanta soledad. El suave galopar de los caballos se podía escuchar a medida que el carruaje se acercaba. La noche iba dejando su manto oscuro en el que apenas aparecían algunas estrellas.

El vehículo estaba guiado por sendos caballos blancos; sus largas crines, sus cascos amarillentos y el aspecto grueso de sus pieles, denotaba que llevaban varios años en este oficio. El conductor – un hombre gastado por los años, delgado y ojeroso por estar a toda hora en aquel artefacto para ganarse la vida – miraba intranquilamente de un lugar a otro con la certeza de que su pasajero estaba por aparecer.

De pronto se abrió una de las tres puertas que tenía la casa más grande de la callejuela, escapándose un gato flaco que se deslizó por la acera hasta desaparecer al final de ella. Minutos después salió de la casa una muchacha joven, alta, delgada. Vestía ropas largas y colgaba sobre su hombro derecho una cartera antigua. Parecía ocultar su existencia tras una pamela grande que llevaba sobre su cabeza.

Caminaba lentamente como si no llevara prisa, mientras sus labios disimulaban un nerviosismo incontenible. Trataba de ignorar la presencia del coche en la misma calle que ella, pero era imposible; algún que otro vistazo le aseguraba que aún el carruaje le quedaba muy lejos. Así avanzó unos cuantos metros hasta que el coche la alcanzó. Sin saludos, ni gestos subió al aparato, que desde ese entonces transitó a una mayor velocidad, desapareciendo rápidamente entre las antiguas casas que se encontraban desordenadas a ambos lados de la calle.

El coche - ya con la muchacha encima– dio varias vueltas por la ciudad para hacer pasar el tiempo y cuando ya era la hora, se dirigió al lugar de siempre. Su recorrido terminó  al final de la calle ancha, en un barrio solitario, en  el que las pocas casas que había parecían estar deshabitadas. Una luz tenue como de velas, se escapaba por entre las maderas de la puerta del lugar que recibió a la muchacha.

El local era oscuro, las paredes húmedas y faltas de pintura, el techo como si nunca se hubiera limpiado. - Realmente este no era lugar para que una mujer frecuentara. - En el salón se encontraban unas cuantas mesas desordenadas, con las sillas fuera de lugar y quizás alguna copa con restos de bebida. Al fondo, una barra, detrás de la que se hallaba un hombre de mediana estatura, fuerte y gordo. Sus ropas sucias, engrasadas y viejas, le daban un mal aspecto. Su cara ruda, su vista seca y sus mejillas sin afeitar, lo hacían tosco y viejo. Sin embargo parecía conocer muy bien a la muchacha  a quien saludó encarecidamente. Luego, tras un enorme silencio que inundaba la habitación, la joven le hace entender que no faltaba mucho. Pronto llegaría el invitado.

Pasaban las horas y ambos estaban extenuados de esperar, casi dispuestos a regresar a sus casas, pues se hacía tarde y pronto  amanecería.

El hombre de las ropas sucias, vivía en una casa muy cerca de allí y trabajaba en una carnicería particular que se encontraba al fondo de aquel establecimiento, a la que se entregaba durante todo el día. En las noches, se reunía aquí con la muchacha del vestido negro para... Al fin se abrió la puerta de la habitación, apareciendo un joven de buena figura, muy elegante, quien se mostraba asombrado al ver el lugar en que se hallaba. Sin dejar escapar ni un solo detalle, se le acercó a la muchacha y la besó  en la frente. Ella, cansada de esperar y él, perplejo y hasta atemorizado, comenzaron a besarse ignorando la presencia del carnicero.

Los jóvenes se habían conocido hace solo unas semanas a la salida de la misa dominical. Él, la había invitado a su casa, pero ella pensó que no sería conveniente que la vieran visitando a un recién conocido, entonces, congeniaron – a propuesta de ella – encontrarse en este lugar a eso de las 10:00 PM, solo que él, por problemas que no dejó bien aclarados, se había presentado a eso de las 3:00 de la mañana. Sin perder mucho tiempo, comenzaron a desvestirse uno con ayuda del otro y terminaron envueltos en el piso que desde su construcción muy pocas veces se había limpiado. El carnicero los miraba fijamente con temor de que los rayos del sol los descubrieran, mientras él disfrutaba plenamente de su primera relación sexual.

La muchacha, por su parte, se mostraba muy tranquila, pues estaba acostumbrada - era su profesión -. Una y otra vez hicieron el amor, hasta que el joven quedó casi desmayado en el suelo. Sin fuerzas y tendido boca arriba junto a su amante, se sintió sin aliento, pero feliz por su primera experiencia. Aprovechó, la muchacha, para coger algo que le alcanzaba el carnicero y sin demorar ni un instante hizo penetrar en el pellejo de su amado aquel cuchillo viejo y sucio por la sangre. Rápidamente el carnicero lo llevó al fondo de la habitación, mientras ella se apresuraba a eliminar las huellas de sangre que habían quedado, una vez todo limpio se dirigió hacia el hombre que ya tenía el cuerpo del joven en pedazos, dentro de la nevera.

Ella recibió unos cuantos billetes y salió corriendo por la calle antes que el amanecer la descubriera. El carnicero ya tenía como ganarse la vida al día siguiente.

 

                                                                                                                        Joel Vello Landin

Etiquetado en Literatura

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